Poesía, poetas y poéticas

Porque la poesía, como la Diosa, desde el misterio adviene y al misterio va...








martes, 28 de diciembre de 2010

Casa en el bosque (Illud Tempus), de Claudia Posadas


Era el tiempo en que el mundo no había cubierto nuestros ojos con su bruma,
y los frutos del reino estaban al alcance de estas manos
cuya línea del corazón aún no era la herida;
era un jardín secreto que para nosotros era un bosque,
y era también el sol de los veranos reflejándose en nuestros gritos de alegría,
en nuestras rondas eternas y veloces como abandono al giro de la Tierra.

Era un asomarse a la fontana en medio del jardín,
y mirar el deshacerse de un rostro puro en la confusión de las aguas;
era abandonar el rostro y perseguir a quien lanzó el guijarro como un naciente deseo
de caos
y ya no ver,
al fondo de la claridad,
la reverberación de un astro mínimo llamándonos.

Era el conjurar con un soplo a los invertebrados monstruos,
su amenaza de aguijones,
su húmedo arrastrarse y los innumerables ojos observándonos;
era exorcizar la emanación de las hierbas venenosas
y el hambre de las aves que devoraban nuestros caminos de pan
con sortilegios que sólo nosotros conocíamos,
porque los habíamos aprendido al oír entre las grietas de los árboles.

Y era la habitación de la casa natal donde el silencio de una pequeña lámpara
en la mesa de noche,
alejaba la penumbra del sueño;
el recinto donde yo escondía el cofre en que guardaba los minúsculos tesoros,
el reloj de arena,
los mapas de los países fantásticos,
el prisma con que era observado el cielo…

La estancia donde levanté castillos y pequeñas casas con precarios andamiajes,
e iluminé con tinta aurífica los trazos del cuaderno secreto.

En donde mirábamos fugarse, a través de la ventana,
y en la víspera de aquellas noches de magias y prodigios
(inicial misterio para abrir el corazón a otros misterios),
esferas y cometas llevando en su cauda nuestros mensajes para el infinito.

Pero también, en esa casa del bautismo,
eran los murmullos tras la puerta al final del corredor,
los llantos en medio de la noche,
y sobre todo aquel sesgo en el mirar de los otros,
los nacidos en la misma entraña,
en el cual se iban fraguando los juicios que buscarían condenarme,
y los primeros quiebres de un odio que venía de lejos,
de voluntades ya sin nombre consumidas en el dolor de antiguas derrotas.

El duelo, el llanto, el murmurar un magma cuyas causas y furias habían traspasado las eras para urdir,
silenciosa y obstinadamente, como una araña inmortal y mortífera,
un hilar que se fue ovillando hasta perder su trama y ser una espesura,
la mortaja que por siempre debería confinar a los marcados por su viejo sino.

Y para cumplir la venganza de esta ira,
su urdimbre me fue impuesta como una fatalidad,
pues al igual que a sus hijos,
tenía que demoler mi resistencia y convertirse en el fundamento de mis actos.

Faltaban muchos años para que yo pudiese deshilarla y cortar de tajo su espesor.

Pero también me pertenecía aquel reino en el que alguna vez la blancura de un rosal
se desprendió de su más bella flor espirilada
como una ofrenda concedida a mi contemplación.

Pero también era para mí la piedra de la suerte que hallé en su escondite de hojas secas,
y en la cual los reflejos del sol eran señales que auspiciaban
la cercanía a la casa abandonada hacía tiempo;
también era para mí el sosiego en el murmullo nocturno de los grillos guardianes,
la casa de madera esperándonos en la hondura de ese bosque nuestro
para protegernos de la lluvia y toda vastedad que nos pareciera temible.

Entrar a su paisaje enrarecido en que sólo yo pude columbrar a un ser de transparencia
ondulando, con sus formas invisibles, los destellos del sol en el polvo,
y que me observaba con devastadora tristeza.

Entrar, y refugiarse de la noche persiguiéndonos,
y encender la estancia con luciérnagas que habíamos logrado capturar en nuestras redes.

En ocasiones, sin que nadie me viese,
me guardaba en esa vieja casa de un maligno serpentear augurándome el horror de la noche
y cuyo abismo,
del que solía despertarme con un golpe en el pecho aunque nadie estuviera en mi habitación,
se cumplía inevitablemente en el sueño.

También, me escondía de las voces al fondo del pasillo y de la ira incomprensible
que me ahogaba en la casa natal.

Otras veces me oculté de las trampas tendidas por las pequeñas sombras de los otros,
los iguales,
sombras comenzando a urdirse, como la propia,
en la costumbre indiscutible de toda ruindad añeja,
sombras como incipientes crueldades,
aquellas minúsculas erinias encarnándose en nuestras blandas materias,
y forjando la raíz del daño.

Imposible detenerlas,
a cada gesto de su herida avanzaba su maduración sin que nos diésemos cuenta,
al igual que las hiedras del jardín extendiéndose por ese espacio que,
tampoco lo sabíamos,
sería nuestro único y verdadero reino.

Así, al interior de aquella estancia,
transcurrían algunas tardes hasta escuchar el toque de ànimes
con que solían llamarnos de regreso a casa,
mientras miraba largamente caer la arena del reloj,
y esperaba el astro del crepúsculo para medir con mi cristal su distancia a mi corazón.

Y de nuevo encerrarme en el ahogo y el combate con las sombras que mi lámpara custodia no podía exorcizar;
entonces aguardaba la estrella salvadora del Alba cuya luz, en ocasiones,
era el resplandor en el sueño que emanaba de una Ciudad de Oro en las alturas,
o del caer de la arena aurífera en la casa del bosque.

Sin embargo llegó el día en que un extraño y profundo abandono vino con el Alba
(aunque también recordar que esa primera luz otorgó una incandescencia a la rosa concedida en el jardín
y que desde entonces velaba mi sueño),
el día en que las aguas de la fuente comenzaron a ser un estancamiento,
y la línea en nuestras manos la hendidura.

El caos ya no fue la pequeña roca lanzada en ese aljibe,
sino la sombra creciendo a nuestra espalda.

(Muy pronto caería la ciudad celeste como un túmulo sobre la tierra; comenzaría nuestro largo retorno hacia el cauterio…).

Como último conjuro,
quise iluminar la amada casa de la hondura para habitarla por siempre,
y enterré en su espacio el reloj deseando que su arena fuese el oro que relumbrare mi refugio,
no sin antes haber roto alguna de sus cápsulas para guardarme un puñado de ese polvo.

Sin embargo los insectos y la hiedra horadaron el jardín y la casa abandonada hasta el derrumbe
(jamás encontraría el reloj de arena en los escombros),
y el toque de ànimes no fue más la llamada a la que creía era la casa de la infancia
(me restaban muchos años para darme cuenta que nunca lo fue),
sino un largo,
triste
doblar del campanario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario